El entusiasmo por la
independencia
Referencia:
Anne Staples, citado en, la educación en
México, 2010, p. 97-126
Enfrentarse a la cruda realidad
Desde la colonia
temprana, las pocas escuelas de primeras letras estuvieron bajo la
administración de los ayuntamientos, directamente o mediante el gremio de
maestros. Para finales del siglo xvm, los ayuntamientos desempeñaron un papel
activo en la creación de escuelas municipales.
A partir de 1822 se estableció en la ciudad de México la Compañía Lancasteriana, una sociedad de
beneficencia que logró reunir, a pesar de sus diferencias, a buen número de políticos,
escritores y clérigos ansiosos de reducir los índices de analfabetismo.
Tres temas les
inquietaban: transferir el sentimiento de lealtad de la figura paterna del rey
al concepto abstracto de Estado moderno; convertir a la siguiente generación de
jóvenes en buenos ciudadanos, conscientes de sus obligaciones hacia el Estado,
y formar obreros calificados y responsables.
La enseñanza mutua
(con inspectores y monitores, niños más avanzados que instruían a los demás),
mediante la cual se llevaba lectura y escritura en clases subsecuentes en cada
jornada escolar.
El sistema
lancasteriano tuvo éxito, pues logró aumentar el número de inscritos en zonas
urbanas, estableció normales (donde los jóvenes aprendían a impartir los mismos
conocimientos que acababan de adquirir),
Las primeras escuelas
normales se establecieron bajo el sistema lancasteriano en Zacatecas y Oaxaca,
que compitieron por
ser los pioneros en
este tipo de enseñanza (donde se "norma" la enseñanza en un curso que
duraba de cuatro a seis meses).
El niño es el gran ausente
en la historia de esta época: se habla de planes y proyectos, de directores y
escritores, de maestros, pero casi nunca de niños, Pues eran actores pasivos:
se les obligaba o se les prohibía asistir a la escuela, según el criterio de
los padres (más bien del padre) y se les sometía a un método pedagógico cuyo
lema era "la letra con sangre entra".
La escuela mantenía
la disciplina utilizando el miedo a un maestro equipado con un látigo, palmeta
o varilla de uso frecuente, lo que hacía de aquélla un lugar de fastidio, aburrimiento
y humillación, de lágrimas y de dolor para los niños que no tenían buena
memoria.
Los comienzos difíciles de la vida
independiente
La década de 1820
estuvo llena de proyectos, casi todos fallidos. Quedaba claro que el Estado sería
la instancia supervisora y unificadora de la educación, incluyendo la impartida
por la Iglesia, pero este papel rector era difícil de ejercer debido a otras
prioridades y a la falta de recursos.
la propuesta del Congreso en 1823, que
consistía en establecer escuelas públicas para niñas y mujeres adultas. La idea
de permitir a una mujer instruirse pasada la pubertad era muy criticada, la
soltera dependía de la patria potestad del padre y la casada de su marido, esta
propuesta tan innovadora terminó archivada. Era obvio que se tenía que
reorganizar la educación. Las ramas científicas se iban especializando en
física y química, en vez de estar agrupadas bajo la etiqueta de filosofía.
Había que equipar laboratorios para la experimentación y la observación, con el
fin de acostumbrar a los alumnos (y a los maestros) a confiar en su propio
juicio y no recurrir a los textos de Aristóteles y otras autoridades para
describir los fenómenos de la naturaleza.
La primera década
Algunos frailes
tenían colegios de primeras letras para varones y maestros particulares daban clases
en su casa o a domicilio, anunciándose en los periódicos locales.
Sin que sean
confiables las cifras, en 1843 había unas 1 310 primarias en el país, con
asistencia
(según las
estadísticas del gobierno) de 58 744 alumnos. Lo que puede uno constatar, sin
miedo a equivocarse, es que el número de escuelas, maestros y alumnos aumentó
notablemente en las zonas urbanas a lo largo del siglo xix.
La década de 1820
atestiguó la aparición de cuatro institutos literarios, sin duda la novedad más
perdurable en la educación superior para esa época. Abrieron sus puertas
institutos en Oaxaca, Toluca, Guadalajara y Jerez, Zacatecas.
La siguiente década
vería el establecimiento de institutos en otros estados y finalmente, en los
años 1840, se llamarían indistintamente colegios nacionales o del estado o institutos
y todos, a pesar de la amplitud de materias ofrecidas en el papel, terminarían
como escuelas secundarias, que a veces cubrían los primeros años de la carrera
de medicina o la carrera completa de derecho.
El Colegio Militar,
fundado en 1822, empezó a producir ingenieros que sabían construir puentes,
calzadas y edificios públicos (tales como presidencias municipales, cárceles,
mercados y hospitales), con las técnicas más avanzadas traídas de Europa.
Los herederos del
Colegio Militar terminarían siendo, en el siglo XX, el Instituto Politécnico
Nacional y la Facultad de Ingeniería de la Universidad Nacional Autónoma de
México.
Los siguientes intentos
La década de 1830 vio
la entrada al poder de otra generación de hombres. Apenas se mejoraba la
economía, la sociedad no era más ordenada ni más culta, la conciencia nacional
era incipiente y los estados se consideraban soberanos.
El máximo
acontecimiento, desde el punto de vista educativo, fue el hartazgo en 1833 de
Antonio López de Santa Anna ante las minucias del arte de gobernar y la llegada
al poder, en consecuencia, del vicepresidente Valentín Gómez Farías.
Con el poder político
en la mano, Gómez Farías no esperó más y de un plumazo cerró la venerable Universidad,
que hacía tiempo no daba clases. También se cerró el Colegio Mayor de Sarita
María de Todos los Santos. Los demás establecimientos de educación superior
fueron reformados, de modo que cada uno ofreciera una sola carrera, eliminando
la repetición de cursos. Es importante resaltar que el gobierno financió los
estudios religiosos e insistió en la enseñanza de la doctrina cristiana en las escuelas
de primeras letras, por lo que es injusto culpar a Gómez Farías por supuestos
ataques a la Iglesia.
Se reunieron en un
fondo común los donativos, legados, becas, bienes raíces
y demás recursos de
cada una de estas instituciones virreinales, lo que se consideró una violación
a la propiedad privada y un atentado a la última voluntad de testadores que
habían dejado dinero a una causa o higar en particular.
Las reformas de Gómez
Farías duraron nueve meses; lo único que quedó en pie fue el Establecimiento de
Ciencias Médicas y que el gobierno haya abandonado el papel que desempeñaba al
obligar a los creyentes a pagar el diezmo y a las monjas a guardar, de por vida,
sus votos de clausura.
Instituciones renovadas

El mayor número de
instituciones educativas a nivel superior en el país lo constituían los
seminarios diocesanos. Fundados a lo largo del periodo virreinal, su meta era
la preparación del clero secular (el regular hacía su noviciado en los
conventos de frailes).
Establecidos en la
sede de cada diócesis, ofrecían estudios muy parecidos a los de los colegios e
incluso de los institutos literarios. Uno en particular, el de Michoacán en los
años 1830, fue encabezado por un rector ilustrado que convirtió el
seminario en el
establecimiento de educación superior más avanzado del país.
La reacción llegó en
1843, en la persona de un nuevo rector, más tradicionalista, que desterró las
materias que no tuvieran relación estrecha con lo que él denominaba vida
religiosa.
El centralismo y Santa Anna

Si la ausencia de
Santa Anna fue clave para iniciar las reformas educativas de 1833 y 1834 (con
las cuales éste posiblemente estuvo de acuerdo, pero sin querer pagar los
costos políticos); en 1843 de- Slgnó como ministro de Instrucción Pública a un
hombre poco recordado pero de gran energía y talento, a juzgar por su obra: el guanajuatense
Manuel Baranda.
Gracias a Baranda, en
1843 el congreso aprobó un plan general de estudios en el cual se especificaron
las materias comunes para todas las carreras y los tiempos de cada una de
ellas, las becas, los maestros, las instituciones y los presupuestos para
sostener la educación secundaria y superior. Promovió la enseñanza del
mexicano, tarasco,
otomí, francés, inglés, alemán y griego. Creó escuelas de agricultura y de
artes y oficios. Reglamentó las carreras de agrimensor, ensayador, apartador de
oro y plata, beneficiador de metales, ingeniero de minas, geógrafo y
naturalista (algunas de estas carreras ya se cursaban en el Colegio de
Minería). Propuso un examen general de conocimientos después de la
preparatoria, antes de matricularse en una carrera.
Baranda no quería
"formar maestros ni sabios, sino jóvenes inteligentes, imbuidos de buenos
principios, con las nociones suficientes para conocer lo que debían ser y para
que aprendiesen a estudiar". Es el manifiesto más radical del siglo en
México: no colmar el cerebro de
textos aprendidos de memoria sino aprender
a ser autodidacta,
poder reflexionar, tener criterio propio.
Los puntos esenciales
de la política de Baranda c o n s i s t
í a n en conseguir los fondos imprescindibles, d o t a r d e c o r o s a m e n t e a los profesores, estimular el
talento de los alumnos, becar a los pobres
con a p t i t u d e s para
aprender y poner un e s t a b l e c i m i e n t o del
gobierno en cada departamento (o e s t
a d o , según el régimen constitucional
del momento) para que las novedades se difundieran más fácilmente. B a r a n
d a decía que la enseñanza debía tener una finalidad religiosa.
Como gobernador de
Michoacán, en 1847 Ocampo restauró el Colegio de San Nicolás de Hidalgo y fundó
numerosas escuelas primarias. Dotó de su bolsillo un buen laboratorio de
química y física, creó las carreras de agricultura e ingeniería civil,
reorganizó la carrera de jurisprudencia e instauró los exámenes públicos y
privados para ser
profesor titulado de instrucción primaria.
México a medio siglo

El medio siglo era
apenas el comienzo de la cuarta década de independencia, pero en la ronda de
las generaciones, para usar Una frase del historiador Luis González, ya eran
otros los hombres en el poder. Los nacidos entre 1790 y 1821 morían.
Bustamante, Alamán y Mora ya no estaban entre los vivos.
La Iglesia endurecía
sus posiciones y al mismo tiempo el Estado exigía su subordinación.
En 1853 se dio la
última ley educativa que obligaba a seguir los dictados de la Iglesia. Se decretó
que durante media hora cada mañana y cada tarde los alumnos de las escuelas
primarias debían aprenderse de memoria el catecismo del jesuíta Jerónimo de
Ripalda. Todavía se consideraba este conocimiento como lo más esencial, lo
fundamental para todo niño.
Una medida que sí levantó
fuerte oposición fue el permiso otorgado a los jesuítas,
orden expulsada de la
Nueva España en 1767 y readmitida brevemente entre 1816 y 1820, de regresar a
México.
En 1853 se otorgó a
los jesuitas el permiso para erigirse en comunidades, establecer colegios, hospicios,
casas profesas, noviciados, residencias, misiones y congregaciones y se ofreció
devolverles sus antiguas casas, colegios,
templos y bienes,
exceptuando el Colegio de San Ildefonso, que había quedado en manos del gobierno.
En 1873 el presidente
Sebastián Lerdo de Tejada expulsó a los jesuítas y a las Hermanas de la
Caridad, que también manejaban escuelas de primeras letras.
Ya no había acuerdos
posibles ni siquiera en cuanto a la educación básica, a
lo que debían saber
niños y niñas para ser buenos creyentes y buenos ciudadanos. El artículo tercero,
educativo por excelencia, adquirió por primera vez esta característica en la
constitución de 1857. Indicativo de los cambios que sufría el país, el artículo
tercero de la primera constitución, la de 1824, había declarado que el
catolicismo era y sería perpetuamente la religión oficial del Estado
sin tolerancia de
ninguna otra.
Cuando Ignacio Ramírez
fue designado ministro de Instrucción Pública en el gabinete del presidente
Benito Juárez, desterró las penas corporales de las escuelas (los azotes se
habían prohibido en 1813 y varias veces más, señal clara de que se seguían
empleando a rajatabla) y sustituyó la doctrina cristiana
por clases de
urbanidad y moral.
Un catolicismo más secular

Si bien católica,
otra visión del mundo se introdujo a México gracias a los franceses que
llegaron a dominar el campo de la educación
secundaria en la década de los sesenta. Se abrieron el Colegio Mexicano, el
Hispano-Americano de Jesús, el Desfontaine, el
Francés, el Francés-Mexicano para señoritas y el Franco-Mexicano. Un pariente de Justo Sierra era el director
del Liceo Franco- Mexicano, razón por
la cual éste vino de Yucatán para hacer sus estudios
en la ciudad de México.
Es probable que los franceses
enseñaran más conocimientos acerca de México que las escuelas mexicanas. El
Liceo, que no desatendía la parte religiosa, perseguía tres metas: los
conocimientos prácticos, el acatamiento a las doctrinas y la moral cristiana, y
la enseñanza de las ciencias. Se consideraba como complemento indispensable de
la educación viajar por Europa, cultivarse, y asistir a algún curso en Francia,
como los de la Escuela Central de Artes y Manufacturas de París.
Las ideas educativas
de Maximiliano concordaban con el modelo de escuela francesa ya conocido en
México.
Los niños mexicanos
pueden recordar a Maximiliano como quien introdujo las tareas escolares a
elaborar en casa (incluyendo los problemas de matemáticas a resolver fuera del
horario de clase), las calificaciones mensuales y los exámenes
escritos al final del
año. Se declaró honorable la carrera de maestro, se fomentó, además de su buena
conducta, la aptitud para enseñar y el conocimiento perfecto de la materia que iba
a impartir. Ningún profesor daría más de 14 lecciones de una hora por semana;
se les pagaría hasta tres pesos cincuenta centavos la hora mes y un sobresueldo
de 25% en lugares como la ciudad de México donde la vida era
más cara. Se suponía
que en cada establecimiento habría una biblioteca y un laboratorio de ciencias.
La instrucción Primaria
sería obligatoria desde los 5 hasta los 10 años de edad; antes se había declarado gratuita y uniforme,
según la época, pero no
obligatoria a nivel nacional, salvo por el interludio centralista 1842-1845. Sería gratuita para los que no
pudieran pagar un peso al mes y
el ayuntamiento de cada lugar se encargaría de decidir quiénes eran pobres de solemnidad.
La estructura de la educación secundaria durante el Segundo Imperio
seguía de cerca el sistema francés. El alumno asistiría primero a un liceo
durante cuatro años, mismo que terminaría de cursar cuando más temprano a los 14
años de edad. A partir de ese momento, podría optar por una carrera literaria,
una tecnológica o una corta en la Academia de Agricultura, la Escuela Militar
de
Oficiales o la Escuela de Comercio.
Ignacio Ramírez, años después de la muerte de Maximiliano en 1867, diría que el país le debía a éste el haber cerrado los internados, instituciones contrarias al buen desarrollo
psíquico y físico del joven.
De la trinidad amor, orden y progreso de Comte se derivó una mexicana:
libertad, orden y progreso. Pronto se olvidó la libertad y quedó como lema del
positivismo el orden y el progreso. El uno llevaría al otro. El plan de
estudios de 1867, ya iniciada la República Restaurada, contemplaba escuelas
profesionales y carreras cortas.
Incluso proyectó la construcción de un observatorio astronómico.
El positivismo, que presumió ser la solución al conocimiento desordenado e
inconexo y que se intentó imponer como método en todos los estados (a pesar del
régimen federal), se volvió nacionalista, exaltando a la patria y a sus héroes.
El liberalismo de los años posteriores a la guerra de Reforma sufrió una
contradicción interna que finalmente tuvo que obviar en nombre de la
conveniencia política. Entre los políticos liberales se discutió mucho la
obligatoriedad de la enseñanza. Evidentemente, contravenía la libertad
individual y la voluntad de las familias.
Un vistazo de tres cuartos de siglo

Francisco Díaz Covarrubias calculó que en 1875 había 8 103 escuelas
primarias en México y que se debería duplicar el número para poder atender
adecuadamente a 1 800 000 niños que, según sus cuentas, estaban en edad
escolar. Se quería abrir una escuela por cada 1 110 habitantes
Aparecieron las escuelas mixtas, debido a que la mayoría de las
localidades tenía menos de 2 500 habitantes e insuficientes recursos, lo que no
significaba que asistieran hombres y mujeres juntos, sino más bien en horarios
o días distintos en el mismo edificio. La cobertura estaba lejos de ser
universal. En 1875, en la
mitad de los estados todavía no era obligatoria la enseñanza primaria y,
en la otra mitad, las leyes no eran eficaces.
Durante la República Restaurada el gobierno volvió los ojos hacia los
municipios; comprendió que parte fundamental del problema educativo en México
se debía a la pobreza e ignorancia de las autoridades locales.
Michoacán, en 1875, quitó las escuelas a los ayuntamientos y trató de
administrarlos y financiarlos desde Morelia.
Fin de esta historia
Empezaron con una
enorme te en el poder redentor de la educación. Era, decían,
la panacea que
llevaría a México a figurar entre el concurso de las naciones civilizadas.
Haría de sus ciudadanos buenos creyentes y trabajadores responsables. Por sí
sola, fomentaría la moralidad, el orden y el progreso. Pero la cruda realidad
terminaría con estas ideas: una tesorería vacía, invasiones extranjeras,
levantamientos indígenas y pronunciamientos sin fin, agiotistas y gavillas, una
Iglesia cada vez menos tolerante y liberales más radicales
La educación se
convirtió en pieza de ajedrez al servicio del poder. Y sin embargo, a pesar de
fracasos, leyes y reglamentos que no se llevaron a cabo, aperturas y clausuras,
hubo para finales de siglo mayores opciones educativas, más amplia cobertura y,
para una minoría, una puerta abierta hacia el conocimiento universal.
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