viernes, 16 de junio de 2017

el entusiasmo por la indeppendencia

El entusiasmo por la independencia
Referencia: Anne Staples, citado en, la educación en México, 2010, p. 97-126
Enfrentarse a la cruda realidad



Desde la colonia temprana, las pocas escuelas de primeras letras estuvieron bajo la administración de los ayuntamientos, directamente o mediante el gremio de maestros. Para finales del siglo xvm, los ayuntamientos desempeñaron un papel activo en la creación de escuelas municipales.
A partir de 1822 se estableció en la ciudad de México la Compañía Lancasteriana, una sociedad de beneficencia que logró reunir, a pesar de sus diferencias, a buen número de políticos, escritores y clérigos ansiosos de reducir los índices de analfabetismo.
Tres temas les inquietaban: transferir el sentimiento de lealtad de la figura paterna del rey al concepto abstracto de Estado moderno; convertir a la siguiente generación de jóvenes en buenos ciudadanos, conscientes de sus obligaciones hacia el Estado, y formar obreros calificados y responsables.
La enseñanza mutua (con inspectores y monitores, niños más avanzados que instruían a los demás), mediante la cual se llevaba lectura y escritura en clases subsecuentes en cada jornada escolar.
El sistema lancasteriano tuvo éxito, pues logró aumentar el número de inscritos en zonas urbanas, estableció normales (donde los jóvenes aprendían a impartir los mismos conocimientos que acababan de adquirir),
Las primeras escuelas normales se establecieron bajo el sistema lancasteriano en Zacatecas y Oaxaca, que compitieron por
ser los pioneros en este tipo de enseñanza (donde se "norma" la enseñanza en un curso que duraba de cuatro a seis meses).
El niño es el gran ausente en la historia de esta época: se habla de planes y proyectos, de directores y escritores, de maestros, pero casi nunca de niños, Pues eran actores pasivos: se les obligaba o se les prohibía asistir a la escuela, según el criterio de los padres (más bien del padre) y se les sometía a un método pedagógico cuyo lema era "la letra con sangre entra".
La escuela mantenía la disciplina utilizando el miedo a un maestro equipado con un látigo, palmeta o varilla de uso frecuente, lo que hacía de aquélla un lugar de fastidio, aburrimiento y humillación, de lágrimas y de dolor para los niños que no tenían buena memoria.
Los comienzos difíciles de la vida independiente


La década de 1820 estuvo llena de proyectos, casi todos fallidos. Quedaba claro que el Estado sería la instancia supervisora y unificadora de la educación, incluyendo la impartida por la Iglesia, pero este papel rector era difícil de ejercer debido a otras prioridades y a la falta de recursos.
 la propuesta del Congreso en 1823, que consistía en establecer escuelas públicas para niñas y mujeres adultas. La idea de permitir a una mujer instruirse pasada la pubertad era muy criticada, la soltera dependía de la patria potestad del padre y la casada de su marido, esta propuesta tan innovadora terminó archivada. Era obvio que se tenía que reorganizar la educación. Las ramas científicas se iban especializando en física y química, en vez de estar agrupadas bajo la etiqueta de filosofía. Había que equipar laboratorios para la experimentación y la observación, con el fin de acostumbrar a los alumnos (y a los maestros) a confiar en su propio juicio y no recurrir a los textos de Aristóteles y otras autoridades para describir los fenómenos de la naturaleza.

La primera década

Algunos frailes tenían colegios de primeras letras para varones y maestros particulares daban clases en su casa o a domicilio, anunciándose en los periódicos locales.
Sin que sean confiables las cifras, en 1843 había unas 1 310 primarias en el país, con asistencia
(según las estadísticas del gobierno) de 58 744 alumnos. Lo que puede uno constatar, sin miedo a equivocarse, es que el número de escuelas, maestros y alumnos aumentó notablemente en las zonas urbanas a lo largo del siglo xix.
La década de 1820 atestiguó la aparición de cuatro institutos literarios, sin duda la novedad más perdurable en la educación superior para esa época. Abrieron sus puertas institutos en Oaxaca, Toluca, Guadalajara y Jerez, Zacatecas.
La siguiente década vería el establecimiento de institutos en otros estados y finalmente, en los años 1840, se llamarían indistintamente colegios nacionales o del estado o institutos y todos, a pesar de la amplitud de materias ofrecidas en el papel, terminarían como escuelas secundarias, que a veces cubrían los primeros años de la carrera de medicina o la carrera completa de derecho.
El Colegio Militar, fundado en 1822, empezó a producir ingenieros que sabían construir puentes, calzadas y edificios públicos (tales como presidencias municipales, cárceles, mercados y hospitales), con las técnicas más avanzadas traídas de Europa.
Los herederos del Colegio Militar terminarían siendo, en el siglo XX, el Instituto Politécnico Nacional y la Facultad de Ingeniería de la Universidad Nacional Autónoma de México.



Los siguientes intentos

La década de 1830 vio la entrada al poder de otra generación de hombres. Apenas se mejoraba la economía, la sociedad no era más ordenada ni más culta, la conciencia nacional era incipiente y los estados se consideraban soberanos.
El máximo acontecimiento, desde el punto de vista educativo, fue el hartazgo en 1833 de Antonio López de Santa Anna ante las minucias del arte de gobernar y la llegada al poder, en consecuencia, del vicepresidente Valentín Gómez Farías.
Con el poder político en la mano, Gómez Farías no esperó más y de un plumazo cerró la venerable Universidad, que hacía tiempo no daba clases. También se cerró el Colegio Mayor de Sarita María de Todos los Santos. Los demás establecimientos de educación superior fueron reformados, de modo que cada uno ofreciera una sola carrera, eliminando la repetición de cursos. Es importante resaltar que el gobierno financió los estudios religiosos e insistió en la enseñanza de la doctrina cristiana en las escuelas de primeras letras, por lo que es injusto culpar a Gómez Farías por supuestos ataques a la Iglesia.
Se reunieron en un fondo común los donativos, legados, becas, bienes raíces
y demás recursos de cada una de estas instituciones virreinales, lo que se consideró una violación a la propiedad privada y un atentado a la última voluntad de testadores que habían dejado dinero a una causa o higar en particular.
Las reformas de Gómez Farías duraron nueve meses; lo único que quedó en pie fue el Establecimiento de Ciencias Médicas y que el gobierno haya abandonado el papel que desempeñaba al obligar a los creyentes a pagar el diezmo y a las monjas a guardar, de por vida, sus votos de clausura.
Instituciones renovadas
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El mayor número de instituciones educativas a nivel superior en el país lo constituían los seminarios diocesanos. Fundados a lo largo del periodo virreinal, su meta era la preparación del clero secular (el regular hacía su noviciado en los conventos de frailes).
Establecidos en la sede de cada diócesis, ofrecían estudios muy parecidos a los de los colegios e incluso de los institutos literarios. Uno en particular, el de Michoacán en los años 1830, fue encabezado por un rector ilustrado que convirtió el
seminario en el establecimiento de educación superior más avanzado del país.
La reacción llegó en 1843, en la persona de un nuevo rector, más tradicionalista, que desterró las materias que no tuvieran relación estrecha con lo que él denominaba vida religiosa.

El centralismo y Santa Anna
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Si la ausencia de Santa Anna fue clave para iniciar las reformas educativas de 1833 y 1834 (con las cuales éste posiblemente estuvo de acuerdo, pero sin querer pagar los costos políticos); en 1843 de- Slgnó como ministro de Instrucción Pública a un hombre poco recordado pero de gran energía y talento, a juzgar por su obra: el guanajuatense Manuel Baranda.
Gracias a Baranda, en 1843 el congreso aprobó un plan general de estudios en el cual se especificaron las materias comunes para todas las carreras y los tiempos de cada una de ellas, las becas, los maestros, las instituciones y los presupuestos para sostener la educación secundaria y superior. Promovió la enseñanza del
mexicano, tarasco, otomí, francés, inglés, alemán y griego. Creó escuelas de agricultura y de artes y oficios. Reglamentó las carreras de agrimensor, ensayador, apartador de oro y plata, beneficiador de metales, ingeniero de minas, geógrafo y naturalista (algunas de estas carreras ya se cursaban en el Colegio de Minería). Propuso un examen general de conocimientos después de la preparatoria, antes de matricularse en una carrera.
Baranda no quería "formar maestros ni sabios, sino jóvenes inteligentes, imbuidos de buenos principios, con las nociones suficientes para conocer lo que debían ser y para que aprendiesen a estudiar". Es el manifiesto más radical del siglo en México: no colmar el cerebro de textos aprendidos de memoria sino aprender
a ser autodidacta, poder reflexionar, tener criterio propio.
Los puntos esenciales de la política de Baranda c o n s i s t í a n en conseguir los fondos imprescindibles, d o t a r d e c o r o s a m e n t e a los profesores, estimular el talento de los alumnos, becar a los pobres con a p t i t u d e s para aprender y poner un e s t a b l e c i m i e n t o del gobierno en cada departamento (o e s t a d o , según el régimen constitucional del momento) para que las novedades se difundieran más fácilmente. B a r a n d a decía que la enseñanza debía tener una finalidad religiosa.
Como gobernador de Michoacán, en 1847 Ocampo restauró el Colegio de San Nicolás de Hidalgo y fundó numerosas escuelas primarias. Dotó de su bolsillo un buen laboratorio de química y física, creó las carreras de agricultura e ingeniería civil, reorganizó la carrera de jurisprudencia e instauró los exámenes públicos y
privados para ser profesor titulado de instrucción primaria.

México a medio siglo
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El medio siglo era apenas el comienzo de la cuarta década de independencia, pero en la ronda de las generaciones, para usar Una frase del historiador Luis González, ya eran otros los hombres en el poder. Los nacidos entre 1790 y 1821 morían. Bustamante, Alamán y Mora ya no estaban entre los vivos.
La Iglesia endurecía sus posiciones y al mismo tiempo el Estado exigía su subordinación.
En 1853 se dio la última ley educativa que obligaba a seguir los dictados de la Iglesia. Se decretó que durante media hora cada mañana y cada tarde los alumnos de las escuelas primarias debían aprenderse de memoria el catecismo del jesuíta Jerónimo de Ripalda. Todavía se consideraba este conocimiento como lo más esencial, lo fundamental para todo niño.
Una medida que sí levantó fuerte oposición fue el permiso otorgado a los jesuítas,
orden expulsada de la Nueva España en 1767 y readmitida brevemente entre 1816 y 1820, de regresar a México.
En 1853 se otorgó a los jesuitas el permiso para erigirse en comunidades, establecer colegios, hospicios, casas profesas, noviciados, residencias, misiones y congregaciones y se ofreció devolverles sus antiguas casas, colegios,
templos y bienes, exceptuando el Colegio de San Ildefonso, que había quedado en manos del gobierno.
En 1873 el presidente Sebastián Lerdo de Tejada expulsó a los jesuítas y a las Hermanas de la Caridad, que también manejaban escuelas de primeras letras.
Ya no había acuerdos posibles ni siquiera en cuanto a la educación básica, a
lo que debían saber niños y niñas para ser buenos creyentes y buenos ciudadanos. El artículo tercero, educativo por excelencia, adquirió por primera vez esta característica en la constitución de 1857. Indicativo de los cambios que sufría el país, el artículo tercero de la primera constitución, la de 1824, había declarado que el catolicismo era y sería perpetuamente la religión oficial del Estado
sin tolerancia de ninguna otra.
Cuando Ignacio Ramírez fue designado ministro de Instrucción Pública en el gabinete del presidente Benito Juárez, desterró las penas corporales de las escuelas (los azotes se habían prohibido en 1813 y varias veces más, señal clara de que se seguían empleando a rajatabla) y sustituyó la doctrina cristiana
por clases de urbanidad y moral.


Un catolicismo más secular
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Si bien católica, otra visión del mundo se introdujo a México gracias a los franceses que llegaron a dominar el campo de la educación secundaria en la década de los sesenta. Se abrieron el Colegio Mexicano, el Hispano-Americano de Jesús, el Desfontaine, el Francés, el Francés-Mexicano para señoritas y el Franco-Mexicano. Un pariente de Justo Sierra era el director del Liceo Franco- Mexicano, razón por la cual éste vino de Yucatán para hacer sus estudios en la ciudad de México.
Es probable que los franceses enseñaran más conocimientos acerca de México que las escuelas mexicanas. El Liceo, que no desatendía la parte religiosa, perseguía tres metas: los conocimientos prácticos, el acatamiento a las doctrinas y la moral cristiana, y la enseñanza de las ciencias. Se consideraba como complemento indispensable de la educación viajar por Europa, cultivarse, y asistir a algún curso en Francia, como los de la Escuela Central de Artes y Manufacturas de París.
Las ideas educativas de Maximiliano concordaban con el modelo de escuela francesa ya conocido en México.
Los niños mexicanos pueden recordar a Maximiliano como quien introdujo las tareas escolares a elaborar en casa (incluyendo los problemas de matemáticas a resolver fuera del horario de clase), las calificaciones mensuales y los exámenes
escritos al final del año. Se declaró honorable la carrera de maestro, se fomentó, además de su buena conducta, la aptitud para enseñar y el conocimiento perfecto de la materia que iba a impartir. Ningún profesor daría más de 14 lecciones de una hora por semana; se les pagaría hasta tres pesos cincuenta centavos la hora mes y un sobresueldo de 25% en lugares como la ciudad de México donde la vida era
más cara. Se suponía que en cada establecimiento habría una biblioteca y un laboratorio de ciencias.
La instrucción Primaria sería obligatoria desde los 5 hasta los 10 años de edad; antes se había declarado gratuita y uniforme, según la época, pero no obligatoria a nivel nacional, salvo por el interludio centralista 1842-1845. Sería gratuita para los que no pudieran pagar un peso al mes y el ayuntamiento de cada lugar se encargaría de decidir quiénes eran pobres de solemnidad.
La estructura de la educación secundaria durante el Segundo Imperio seguía de cerca el sistema francés. El alumno asistiría primero a un liceo durante cuatro años, mismo que terminaría de cursar cuando más temprano a los 14 años de edad. A partir de ese momento, podría optar por una carrera literaria, una tecnológica o una corta en la Academia de Agricultura, la Escuela Militar de
Oficiales o la Escuela de Comercio.
Ignacio Ramírez, años después de la muerte de Maximiliano en 1867, diría que el país le debía a éste el haber cerrado los internados, instituciones contrarias al buen desarrollo psíquico y físico del joven.
De la trinidad amor, orden y progreso de Comte se derivó una mexicana: libertad, orden y progreso. Pronto se olvidó la libertad y quedó como lema del positivismo el orden y el progreso. El uno llevaría al otro. El plan de estudios de 1867, ya iniciada la República Restaurada, contemplaba escuelas profesionales y carreras cortas.
Incluso proyectó la construcción de un observatorio astronómico.
El positivismo, que presumió ser la solución al conocimiento desordenado e inconexo y que se intentó imponer como método en todos los estados (a pesar del régimen federal), se volvió nacionalista, exaltando a la patria y a sus héroes.
El liberalismo de los años posteriores a la guerra de Reforma sufrió una contradicción interna que finalmente tuvo que obviar en nombre de la conveniencia política. Entre los políticos liberales se discutió mucho la obligatoriedad de la enseñanza. Evidentemente, contravenía la libertad individual y la voluntad de las familias.
Un vistazo de tres cuartos de siglo
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Francisco Díaz Covarrubias calculó que en 1875 había 8 103 escuelas primarias en México y que se debería duplicar el número para poder atender adecuadamente a 1 800 000 niños que, según sus cuentas, estaban en edad escolar. Se quería abrir una escuela por cada 1 110 habitantes
Aparecieron las escuelas mixtas, debido a que la mayoría de las localidades tenía menos de 2 500 habitantes e insuficientes recursos, lo que no significaba que asistieran hombres y mujeres juntos, sino más bien en horarios o días distintos en el mismo edificio. La cobertura estaba lejos de ser universal. En 1875, en la
mitad de los estados todavía no era obligatoria la enseñanza primaria y, en la otra mitad, las leyes no eran eficaces.
Durante la República Restaurada el gobierno volvió los ojos hacia los municipios; comprendió que parte fundamental del problema educativo en México se debía a la pobreza e ignorancia de las autoridades locales.
Michoacán, en 1875, quitó las escuelas a los ayuntamientos y trató de administrarlos y financiarlos desde Morelia.
Fin de esta historia
Empezaron con una enorme te en el poder redentor de la educación. Era, decían,
la panacea que llevaría a México a figurar entre el concurso de las naciones civilizadas. Haría de sus ciudadanos buenos creyentes y trabajadores responsables. Por sí sola, fomentaría la moralidad, el orden y el progreso. Pero la cruda realidad terminaría con estas ideas: una tesorería vacía, invasiones extranjeras, levantamientos indígenas y pronunciamientos sin fin, agiotistas y gavillas, una Iglesia cada vez menos tolerante y liberales más radicales

La educación se convirtió en pieza de ajedrez al servicio del poder. Y sin embargo, a pesar de fracasos, leyes y reglamentos que no se llevaron a cabo, aperturas y clausuras, hubo para finales de siglo mayores opciones educativas, más amplia cobertura y, para una minoría, una puerta abierta hacia el conocimiento universal.

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